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jueves, 30 de agosto de 2018

Las ventajas de la pobreza

Hoy soy libre, pero no lo debo a mí mismo, sino al espectáculo que ha convocado a todos los inoportunos al juego de pelota. Nadie irrumpirá en mi casa, nadie me distraerá de mis pensamientos; y ello los hace más sólidos y atrevidos. No oigo llamar con tanta frecuencia a mi puerta, no hay necesidad de levantar la cortina; puedo caminar solo, como el que marcha sin guía por el sendero que se ha trazado. ¿No sigo a los que pasaron primero? Sí, pero me permito añadir algo mío, cambiar y dejar lo que creo conveniente. Acepto sus opiniones, pero no soy esclavo de ellas. Pero he dicho mucho, cuando me proponía un día de silencio y soledad.
Hasta aquí llega el griterío del estadio; sin embargo, no arrastra mi espíritu, sino que le obliga a reflexionar que hay muchos que ejercitan el cuerpo y pocos que ejercitan la mente; que se corre tumultuosamente a los espectáculos, en los que no hay seguridad ni provecho, mientras permanecen desiertas y abandonadas las escuelas, donde se enseñan la virtud y las buenas costumbres; y que el alma de esas gentes, cuyos brazos y hombros se admiran, no están en armonía con las fuerzas de su alma. Además, pienso para mí que si el ejercicio puede reducir al cuerpo a sufrir los puñetazos y coces de
los contrincantes y a pasar un día entero al sol, cubierto de sangre y de polvo, más fácil es fortalecer el espíritu de manera que sufra los reveses de la fortuna sin temblar y que, viéndose abatido y hollado, conserve energía para levantarse. El cuerpo necesita muchas cosas para fortalecerse, pero el espíritu es robustece, se alimenta y se ejercita a sí mismo. Es necesario que el cuerpo coma y beba mucho, que se frote con aceite, que se ejercite continuamente; pero la virtud se adquiere sin hacer ningún gasto. Así pues, tienes en ti mismo cuanto puede hacerte virtuoso. ¿Qué necesitas para conseguirlo? Solamente querer serlo.
Pues, ¿qué cosa mejor puedes desear que liberarte de la esclavitud, que es insoportable a todo el mundo y de la que hasta los esclavos más desgraciados, nacidos en tan miserable condición, tratan de librarse por todos los medios posibles? Para ello dan todo cuanto han economizado a fuerza de privaciones. ¿No querrás, pues, adquirir la libertad a cualquier precio cuando crees haber nacido libre? ¿Por qué miras el arca? La libertad no se puede comprar, y en vano se empela esa palabra en los contratos, porque los que la venden no la tienen y, por consiguiente, tampoco los que la compran. Tú mismo tienes que dártela; tienes que pedírtela a ti mismo. Comienza por desprenderte del temor a la muerte, que es el primer yugo que se nos impone; deshazte en seguida del temor a la pobreza, y para comprender que no es un mal, compara el semblante del pobre y del rico: verás que el primero ríe con más frecuencia y con mayor franqueza; no tiene preocupaciones en el corazón y, si le alcanza algún pesar, pasa pronto como una ligera nube. Pero los llamados felices solo tienen una alegría aparente o una profunda tristeza, que se revela en medio de los placeres y que es tanto más desagradable cuanto que están obligados, con sobrada frecuencia, a mantenerla oculta y aparentar satisfacción, mientras sufren mil contrariedades que les roen el corazón.
No podría representar mejor los diversos estados de la vida humana y los desairados papeles que representamos en ella, que con esta comparación que empleo con frecuencia: he aquí el cómico que, marchando con altivez por la escena y mirando al cielo, dice: "Soy el caudillo de Argos, Penélope me concedió todo el reino que rodean los mares, desde Helesponto al istmo de Corinto", pero no es más que un siervo que recibe cinco medidas de grano y cinco denarios. Y aquel otro que, tan soberbio y altanero, exclamaba: "¡Detente, Menelao, o caerás bajo mi diestra!" es un desgraciado que recibe un salario y duerme en un desván. Lo mismo puedes decir de esos hombres refinados que pasan en carrozas y literas sobre la cabeza de los demás hombres: su felicidad es fingida, despójales de sus adornos y te burlarás de ellos.

Cuando quieres comprar un caballo mandas quitarle la silla; haces desnudar al esclavo para ver si tiene defectos, ¿y quieres juzgar al hombre ostentosamente vestido? Algunos mercaderes de esclavos acostumbran a ocultar en ellos todo lo que pueda herir a la vista, por lo que los compradores desconfían de los adornos; ¿no es verdad que si vieses una pierna o un brazo vendados mandarías quitarles la venda y querrías ver al descubierto su cuerpo? ¿Ves ese rey de los escitas o de los sármatas que lleva la diadema en la frente? Si quieres conocerle bien y saber su verdadero precio, despójale de esa venda y encontrarás debajo muchos vicios. Pero, ¿para qué hablar de los demás? Si quieres apreciarte tú mismo, prescinde de tu dinero, de tus casas y de tu rango, y acto seguido mírate por dentro: no te conformes con lo que digan de ti los demás.
Séneca 

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